sábado, 18 de abril de 2015

¿Existe una ciencia de la felicidad o es un timo pseudocientífico?

¿Quién está en condiciones para decidir lo que deben estudiar nuestros niños y adolescentes? ¿Los políticos? No, porque no tienen los conocimientos necesarios y pueden convertir la escuela en una máquina propagandística. ¿Los científicos? Tampoco, porque sólo conocen su especialidad. ¿Los empresarios? Menos, porque sólo necesitan buena mano de obra. ¿Los sacerdotes? No, porque sólo pueden hablar desde sus creencias. ¿Los docentes? Sería lo deseable, pero necesitarían salir de su asignatura y elevarse a un plano más universal. Diseñar un plan educativo es, de las tareas que conozco, la que exige más competencias, sabiduría, energía y humildad. Hace falta poder justificar los objetivos educativos, atender a las necesidades sociales, tener claro el tipo de sociedad para la que se educa, ponderar la importancia de los diferentes conocimientos y distribuir adecuadamente un tiempo escaso.

En este momento, numerosas instituciones mundiales intentan precisar las destrezas necesarias para el siglo XXI. No sólo hay que educar para el mundo que probablemente va a haber, sino también para el que sería deseable que hubiera. De lo contrario, la escuela no colaborará al verdadero progreso personal y social. Una sociedad como la nuestra, basada en el conocimiento y el aprendizaje, debería generar un tipo de expertos de extraordinario nivel capaces de pensar estas cosas en nombre de todos. Hubo un momento en que los filósofos se encargaron de la tarea, pero en este momento el puesto está vacante.

La psicología es un saber sometido a modas que acaban teniendo una profunda influencia en los sistemas educativos

 
Una de sus tareas sería evaluar críticamente las relaciones entre psicología y educación. La psicología es un saber sometido a modas que acaban teniendo una profunda influencia en los sistemas educativos. Muchos colegas franceses lamentan, por ejemplo, la influencia que tuvo en la escuela primaria francesa Françoise Doltò, una psicoanalista infantil. Durante mucho tiempo, el conductismo imperó en las facultades de Psicología, porque elaboró una teoría del aprendizaje muy potente. Afirma que el comportamiento está regulado por el entorno, por el sistema de reforzadores o premios. Sus investigaciones experimentales fueron rigurosas, pero se generalizaron de forma injustificada. Su máximo representante, B.F. Skinner, pensaba que era una gran rémora para la humanidad considerar al ser humano como dotado de libertad y de dignidad, cuando en realidad no es más que un organismo sometido a las leyes del condicionamiento. Explicó las ventajas de un mundo regido por este sistema en la novela Walden 2, una especie de mundo feliz, dirigido por psicólogos conductistas. Desde la filosofía de la educación puede admitirse el uso de esas técnicas –que las terapias conductuales utilizan con éxito–, pero fuera del marco interpretativo que se le quiso dar.

El lado oscuro de la psicología positiva

Este es un ejemplo de cómo desde la educación debemos someter a crítica los movimientos psicológicos. La dificultad estriba en que, para hacerlo, los diseñadores de planes educativos deberían saber más que los psicólogos. Por eso decía que necesitamos unos expertos de superior nivel. No multidisciplinares, sino supradisciplinares. En este momento, me gustaría que sometieran a examen tres escuelas psicológicas que están penetrando profundamente en nuestro sistema educativo: la psicología positiva, la educación emocional y las inteligencias múltiples. ¿Podemos fiarnos de ellas? ¿Tienen las garantías científicas necesarias? ¿Debemos incluirlas en nuestros currículos? Hoy hablaré de la “psicología positiva”, que tiene como objetivo elaborar una ciencia de la felicidad. Lo hago porque el último número del National Geographic incluye una separata titulada: “Felicidad. Un nuevo reto para la ciencia”.

La felicidad está de moda. Hasta Coca-Cola ha fundado un “Instituto de la Felicidad”. Abundan los best-sellers que incluyen la palabra en sus portadas. Hay incluso una industria de la felicidad.

Se ha producido una mezcla indigesta de apelación al rigor científico, retórica de autoayuda, y coaching para la felicidad. Un ejemplo: el National Geographic cita las investigaciones realizadas por Richard Davidson, neurólogo de la Universidad de Wisconsin, mediante resonancia magnética funcional. La revista explica que “ha analizado el cerebro del genetista molecular y monje budista Matthieu Ricard, considerado "el hombre más feliz del mundo". Las investigaciones de Davidson son serias, pero la expresión “el hombre más feliz del mundo” es una bobada, lo que perjudica la calidad de la exposición.

El actual interés científico por la felicidad fue iniciado por la llamada “psicología positiva”, un movimiento comenzado en 1998 por Martin Seligman, psicólogo de gran prestigio, cuando fue nombrado presidente de la American Psychological Association. Propuso como objetivo de la nueva psicología estudiar las bases del bienestar psicológico y de la felicidad, así como las fortalezas y virtudes humanas necesarias para alcanzarlos. En este sentido es una actitud que cuadra muy bien con los intereses educativos, porque la educación es fundamentalmente optimista, y cree en la “perfectibilidad” del ser humano.



La psicología positiva se ha expandido espectacularmente. Se ha hecho popular. Los profesionales que la aplican se cuentan por millares. Hay libros, cursos, talleres, másteres, aplicaciones para móviles y ahora también se intenta introducir en las aulas. Lo importante es que los niños en la escuela sean felices, y les preparemos para la felicidad. ¿Hay algo que objetar? Pues tal vez que se esté confundiendo felicidad –que es una palabra profunda– con comodidad, ausencia de estrés o diversión. Convencer a nuestros alumnos de la inutilidad del sufrimiento puede entenderse como un consejo para eliminar los sufrimientos no justificados, pero también como una recomendación para huir de cualquier molestia.

Recuerdo que hace tres años, estando en Harvard, asistí a la polémica provocada por la aparición del libro Himno de batalla de la madre tigre. Su autora, Amy Chua, una americana de origen chino, explicaba cómo había educado a sus dos hijas. Creía que el sistema educativo americano pensaba tanto en el bienestar del niño que no se preocupaba de fomentar en él la excelencia. Una de sus hijas, que acababa de ingresar en una de las grandes universidades americanas, le escribió una carta abierta, publicada en un gran periódico, diciendo que su infancia no había sido agradable, pero que ahora quería agradecerle públicamente su comportamiento. Tal vez la dureza de Amy Chua nos parezca reprobable, pero el problema que plantea es muy pertinente. La preocupación por la felicidad del niño ¿está siendo eficaz para preparar a los niños para la felicidad duradera? La pretensión científica de la psicología positiva ha sido duramente atacada. En España, desde la Universidad lo han hecho Marino Pérez Álvarez, Edgar Cabanas, Luis Fernández-Ríos, María Prieto-Ursúa y varios profesores más. Se la acusa de carecer de rigor científico, de difundir una ideología conservadora y de convertir la felicidad en un artículo de consumo. También hay defensores acérrimos de la psicología positiva, como los catedráticos Carmelo Vázquez y María Dolores Avia.

Los límites de la psicología

Los debates académicos pueden ser apasionantes, pero en la escuela tenemos que tomar decisiones, y eso exige una cuidadosa reflexión crítica. ¿La insistencia en la felicidad está beneficiando o perjudicando a los alumnos? ¿Hay realmente una ciencia de la felicidad? El asunto se complica porque Martin Seligman, el padre de la criatura, que alcanzó un gran éxito con su libro La auténtica felicidad, dice en su último libro La vida que florece: "Odio la palabra felicidad porque está tan manida que ha perdido su significado. Se trata de un término impracticable para la ciencia o para cualquier otro empeño práctico, como la enseñanza, la terapia, la política pública o el cambio de vida a nivel personal”. Pretende sustituirla por “crecimiento personal”, lo que supone sustituir una palabra vaga por otra más vaga todavía.

Creo que poner continuamente el énfasis en el bienestar psicológico, en las emociones positivas, puede producir efectos negativos. Por de pronto implica proscribir los sentimientos desagradables, alguno de los cuales son necesarios: el esfuerzo, la responsabilidad, la culpa, el remordimiento, el sacrificio. Con esa idea empequeñecida del bienestar se puede educar esclavos felices. Por ejemplo, las mediciones que psicólogos positivos hacen de las causas de la felicidad les permiten decir que el 50% es de origen genético (hay personas que nacen mas dotadas para la felicidad), el 10% de origen social, y el 40% restante depende de la actitud personal. El entorno tiene tan poca importancia porque piensan que no nos entristecen las cosas, sino las creencias que tenemos sobre las cosas, por lo que basta cambiar estas creencias para encontrarnos bien. Esto, como es obvio, puede conducir a una resignación social, a una inacción política,  a un cierto hedonismo emocional individualista.

Muchos problemas sólo tienen una solución ética, y la psicología tendrá que limitarse, en todo caso, a facilitar la realización de esas soluciones

 
Para ser justo, creo que esa es una mala interpretación de la Psicología positiva, sin duda favorecida por sus mismos expositores. Suponen que la psicología es la solución de todos nuestros problemas y que una buena educación emocional nos dará la felicidad, la plenitud, la justicia. La realidad no es así. Un ejemplo. La empatía –la comprensión de los sentimientos y conductas ajenos– es necesaria para una adecuada convivencia. Pero los timadores y los manipuladores son expertos en empatía, por lo que habrá que decir que la empatia puede usarse bien o mal. Muchos problemas sólo tienen una solución ética, y la psicología tendrá que limitarse, en todo caso, a facilitar la realización de esas soluciones. De eso trataba la teoría clásica de las virtudes, que la Psicología positiva ha asumido, separándola de su raíz moral.

No distinguir bien entre Psicología y Ética es la gran equivocación de muchos de sus propagadores, aunque no de sus autores fundamentales. Seligman distingue tres niveles: la vida centrada en la satisfacción, la vida que busca unas gratificaciones más altas (como la bondad), y la vida puesta al servicio de algo que transcienda al individuo. Creo que los problemas que la introducción de la psicología positiva en las escuelas provoca se eliminarían con una clara distinción entre estas dos creaciones de la inteligencia humana, la psicología y la moral. La felicidad no es un concepto científico. Es un concepto ético. 


Fuente: elconfidencial

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