Un paciente acude al hospital para
conocer los resultados de unos análisis y recibe del médico un
diagnóstico desfavorable; para recuperarse -le advierte el médico- debe
seguir rigurosamente un tratamiento, controlar su alimentación y cambiar
sus hábitos de vida. El paciente, contrariado por el diagnóstico y las
servidumbres de la curación, decide acudir a otro facultativo, que lo
declara perfectamente sano. El paciente, encantado con la confirmación
de su buena salud, mantiene sus antiguos hábitos y recomienda tan
favorable médico a sus conocidos. Meses después, su enfermedad se agrava
y muere.
Este comportamiento suicida, que puede
parecer inverosímil, se produce cada día en el sistema educativo. La
mayoría de los alumnos y los padres, así como la administración dividen a
los profesores en dos tipos: los exigentes y los buenagente. Los exigentes son aquellos con un alto índice de suspensos; los buenagente, aquellos de aprobado cuasi general.
Bajo esta clasificación subyacen dos (peligrosas) convicciones:
- El suspenso es un castigo al alumno.
- El suspenso generalizado es un fracaso del profesor.
Aclaremos la primera.
El profesor, al aprobar o suspender a un alumno, ni lo premia ni lo
castiga: diagnostica, respecto a lo que objetivamente establece una
programación, su grado de adquisición de conocimientos y competencias.
En efecto, si el profesor suspende a un alumno que ha adquirido esos
conocimientos, está abusando de su poder y prevaricando. Abuso y prevaricación que también se producen si el profesor aprueba a un alumno que no ha adquirido esos conocimientos. Un suspenso justificado
no sólo no es un “castigo” (como no lo es un diagnóstico médico
desfavorable, pero pertinente), sino que constituye una alerta: el proceso de aprendizaje no va bien.
De hecho, aprobar a un alumno que no ha aprendido es tan irresponsable y
venal como declarar sano a un paciente gravemente enfermo: puede que lo
consuele; pero lo condena irremediablemente. Si hay un “castigo”
irreparable es ese.
Analicemos la segunda.
Sólo es posible determinar en quién recae la responsabilidad de unos
malos resultados académicos verificando si los diferentes actores
implicados han cumplido con sus obligaciones. Si el profesor ha cumplido
rigurosamente con las suyas, hay que buscar la responsabilidad en los
alumnos, las familias o el propio sistema de enseñanza. Un profesor
puede, por supuesto, ser un mal profesional; pero adjudicarle por defecto la
responsabilidad de los malos resultados de sus alumnos es como
responsabilizar a un médico de que sus pacientes no sigan los
tratamientos que ha prescrito, de que las familias rechacen un necesario
trasplante o de que la mala organización y los escasos medios del
hospital condenen a los enfermos.
Entonces, ¿por qué se acusa sistemáticamente al profesor?
Porque es la “solución” más sencilla.
El profesor sabe que ni el alumno
ni la familia ni la administración cuestionarán una evaluación
favorable (responda o no a la realidad). Sabe también que, aprobando, su
profesionalidad nunca será puesta en duda ni recibirá jamás presiones.
Al contrario: se librará de la presunción de culpabilidad (“el
profesor es culpable de los suspensos de sus alumnos, aunque se
demuestre lo contrario”) y abandonará el incómodo estatuto del profesor
“exigente” para ingresar en la agradecida categoría de los profesores buenagente. Todos ganan. Todos ganan… hasta que la realidad, como la enfermedad, da la cara.
No duden de que, entonces, exalumnos, familias y políticos harán
responsables de su filantropía homicida -y, por una vez, con parte de
razón- a los profesores que claudicaron.
¿Exigente o buena gente? He aquí la eleccción...
0 comentarios:
Publicar un comentario