¿Qué pasaba? Carcajadas estruendosas en el pabellón de afasia, precisamente cuando transmitían el discurso del Presidente. Habían mostrado todos tantos deseos de oír hablar al Presidente...
Allí estaba, el viejo Encantador, el Actor, con su retórica habitual, el histrionismo, el toque sentimental... y los pacientes riéndose a carcajadas convulsivas. Bueno, todos no: los había que parecían desconcertados, y otros como ofendidos, uno o dos parecían recelosos, pero la mayoría parecían estar divirtiéndose muchísimo. El Presidente conmovía, como siempre, a sus conciudadanos... pero los movía, al parecer, más que nada, a reírse. ¿Qué podían estar pensando los pacientes? ¿No le entenderían? ¿Le entenderían, quizás, demasiado bien?
Solía decirse de estos pacientes, que aunque inteligentes padecían la afasia global o receptiva más grave —la que incapacita para entender las palabras en cuanto tales—, que a pesar de eso entendían la mayor parte de lo que se les decía. A sus amistades, a sus parientes, a las enfermeras que los conocían bien, les resultaba difícil creer a veces que fuesen afásicos. Esto se debía a que si les hablabas con naturalidad captaban una parte o la mayoría del significado. Y, naturalmente, uno habla «naturalmente».
En consecuencia, el neurólogo tenía que esforzarse muchísimo para demostrar su afasia, hablar y actuar no-naturalmente, para eliminar todas las claves extraverbales, el tono de voz, la entonación, la inflexión o el énfasis indicadores, y además todas las claves visuales (expresiones, gestos, actitud y repertorio personales, predominantemente inconscientes; había que eliminar todo esto (lo que podía entrañar ocultamiento total de la propia persona y despersonalización total de la propia voz, teniendo que llegar incluso a servirse de un sintetizador de voz electrónico) con objeto de reducir el habla a las puras palabras, sin rastro siquiera de lo que Frege llamó «colorido de timbre» (Klangenfarben) o «evocación».
Sólo con este género de habla groseramente artificial y mecánica (bastante parecida a la de los ordenadores de la serie de televisión Star Trek) podía estar uno plenamente seguro, con los pacientes más sensibles, de que padecían afasia de verdad.
¿Por qué todo esto? Porque el habla (el habla natural) no consiste sólo en palabras ni (como pensaba Hughlings Jackson) sólo en «proposiciones». Consiste en expresión (una manifestación externa de todo el sentido con todo el propio ser), cuya comprensión entraña infinitamente más que la mera identificación de las palabras. Ésta era la clave de aquella capacidad de entender de los afásicos, aunque no entendiesen en absoluto el sentido de las palabras en cuanto tales. Porque, aunque las palabras, las construcciones verbales, no pudiesen transmitir nada, per se, el lenguaje hablado suele estar impregnado de «tono», engastado en una expresividad que excede lo verbal... y es esa expresividad, precisamente, esa expresividad tan profunda, tan diversa, tan compleja, tan sutil, lo que se mantiene intacto en la afasia, aunque desaparezca la capacidad de entender las palabras. Intacto... y a menudo más: inexplicablemente potenciado...
Esto es algo que captan claramente (con frecuencia del modo más chocante o cómico o espectacular) todos los que trabajan o viven con afásicos: familiares, amistades, enfermeras, médicos. Puede que al principio no nos fijemos mucho; pero luego vemos que ha habido un gran cambio, casi una inversión, en su comprensión del habla. Ha desaparecido algo, está destruido, no hay duda... pero hay otra cosa, en su lugar, inmensamente potenciada, de modo que (al menos en la expresión cargada de emotividad) el paciente puede captar plenamente el sentido aunque no capte ni una sola palabra. Esto, en nuestra especie Homo loquens, parece casi una inversión del orden habitual de las cosas: una inversión, y quizás también una reversión, a algo más primitivo y más elemental. Quizás sea por esto por lo que Hughlings Jackson comparó a los afásicos con los perros (¡una comparación que podría ofender a ambos!) aunque cuando lo hizo pensaba más que nada en sus deficiencias lingüísticas, y no en esa sensibilidad tan notable, casi infalible, para apreciar el «tono» y el sentimiento.
Henry Head, más sensible a este respecto, habla de «tono-sentimiento» en su tratado sobre la afasia (1926) y destaca cómo se mantiene, y con frecuencia se potencia, en los afásicos (1). De ahí la sensación que yo tengo a veces, que tenemos todos los que trabajamos en estrecho contacto con afásicos, de que a un afásico no se le puede mentir. El afásico no es capaz de entender las palabras, y precisamente por eso no se le puede engañar con ellas; ahora bien, él lo que capta lo capta con una precisión infalible, y lo que capta es esa expresión que acompaña a las palabras, esa expresividad involuntaria, espontánea, completa, que nunca se puede deformar o falsear con tanta facilidad como las palabras...
Comprobamos esto en los perros, y los utilizamos muchas veces con este fin, para desenmascarar la falsedad, o la mala intención, o las intenciones equívocas, para que nos indiquen de quién se puede uno fiar, quién es íntegro, quién es de confianza, cuando, debido a que somos tan susceptibles a las palabras, no podemos fiarnos de nuestros instintos.
Y lo que un perro es capaz de hacer en este campo, son capaces de hacerlo también los afásicos, y a un nivel humano e inconmensurablemente superior. «Se puede mentir con la boca», escribe Nietzsche, «pero la expresión que acompaña a las palabras dice la verdad». Los afásicos son increíblemente sensibles a esa expresión, a cualquier falsedad o impropiedad en la actitud o la apariencia corporal. Y si no pueden verlo a uno (esto es especialmente notorio en el caso de los afásicos ciegos) tienen un oído infalible para todos los matices vocales, para el tono, el timbre, el ritmo, las cadencias, la música, las entonaciones, inflexiones y modulaciones sutilísimas que pueden dar (o quitar) verosimilitud a la voz de un ser humano. En eso se fundamenta, pues, su capacidad de entender... Entender, sin palabras, lo que es auténtico y lo que no. Eran, pues, las muecas, los histrionismos, los gestos falsos y, sobre todo, las cadencias y tonos falsos de la voz, lo que sonaba a falsedad para aquellos pacientes sin palabras pero inmensamente perceptivos.
Mis pacientes afásicos reaccionaban ante aquellas incorrecciones e incongruencias tan notorias, tan grotescas incluso, porque no los engañaban ni podían engañarlos las palabras. Por eso se reían tanto del discurso del Presidente.
Si uno no puede mentirle a un afásico, debido a esa sensibilidad suya tan peculiar para la expresión y el «tono», ¿cómo es, podríamos preguntarnos, que pasará con los pacientes (si los hay) que carezcan totalmente del sentido de la expresión y el «tono», aunque conserven, intacta, la capacidad de entender las palabras, pacientes de un tipo exactamente opuesto? Tenemos también pacientes de este tipo en el pabellón de afasia, a pesar de que, técnicamente, no tengan afasia, sino, por el contrario, una forma de agnosia, concretamente la llamada agnosia «tonal». En el caso de estos pacientes lo que desaparece es la capacidad de captar las cualidades expresivas de las voces (el tono, el timbre, el sentimiento, todo su carácter) mientras que se entienden perfectamente las palabras (y las construcciones gramaticales). Estas agnosias tonales o («aprosodias») siguen a trastornos del lóbulo temporal derecho del cerebro, y las afasias a los del lóbulo temporal izquierdo.
Entre los pacientes con agnosia tonal de nuestro pabellón de afasia que escuchaban también el discurso del Presidente se encontraba Emily D., que tenía un glioma en el lóbulo temporal derecho. Emily D., que había sido profesora de inglés y poetisa de una cierta fama, con una sensibilidad muy especial para el lenguaje, y gran capacidad de análisis y de expresión, pudo explicar la situación opuesta: lo que le parecía el discurso del Presidente a una persona con agnosia tonal. Emily D. no podía captar ya si había cólera, alegría o tristeza en una voz... Y como las voces carecían de expresión, tenía que fijarse en las caras, las posturas y los movimientos de las personas cuando hablaban, y lo hacía dedicándoles una atención, una concentración, que nunca les había dedicado. Pero daba la casualidad de que también en esto se veía limitada, porque tenía un glaucoma maligno y estaba perdiendo vista muy rápidamente.
Entonces descubrió que lo que tenía que hacer era prestar muchísima atención al sentido preciso de las palabras y de su uso, y procurar que las personas con las que se relacionaba hiciesen exactamente lo mismo. Cada día que pasaba le era más difícil entender el lenguaje desenfadado, el argot (el lenguaje de género alusivo o emotivo) y pedía cada vez más a sus interlocutores que hablasen en prosa, «que dijesen las palabras exactas en el orden exacto». Con la prosa descubrió que podría compensar, en cierta medida, la pérdida del tono o del sentimiento.
De este modo podía conservar, potenciar incluso, el uso del lenguaje «expresivo» (en el que el sentido lo aportaban únicamente la elección y la relación exactas de las palabras) a pesar de que fuese perdiendo la capacidad para entender lenguaje «evocativo» (en el que el significado sólo viene dado por la clase y el sentido del tono).
Emily D. oyó también, impasible, el discurso del Presidente, afrontándolo con una extraña mezcla de percepciones potenciadas y disminuidas... precisamente la contraria de la de nuestros afásicos. El discurso no la conmovió (ningún discurso la conmovía ya) y se le pasó por alto todo lo que pudiese haber en él de evocativo, genuino o falso. Privada de reacción emotiva, ¿la conmovió, pues (como a todos nosotros) o la engañó el discurso?
—No es convincente —dijo—. No habla buena prosa. Utiliza las palabras de forma incorrecta. O tiene una lesión cerebral o nos oculta algo.
Así que el discurso del Presidente no tuvo eficacia en el caso de Emily D. debido a su sentido potenciado del uso formal del lenguaje, de su coherencia como prosa, igual que no lo tuvo con nuestros afásicos, sordos a las palabras pero con una mayor sensibilidad para el tono.
Ésa era, pues, la paradoja del discurso del Presidente. A nosotros, individuos normales... con la ayuda, indudable, de nuestro deseo de que nos engañaran, se nos engañaba genuina y plenamente («Populus vult decipi, ergo decipiatur»). Y el uso engañoso de las palabras se combinaba con el tono engañoso tan taimadamente que sólo los que tenían lesión cerebral permanecían inmunes, desengañados.
Oliver Sacks